La visión del mar es siempre inquietante. Pareciera que algo se nos mueve adentro. A mí me pasó y he visto operando este fenómeno en otras almas que tuve al lado. Debe ser algo ancestral, supongo. Algo que tiene que ver con el mono y con la ameba, pienso. ¿De dónde viene esta cosa y esta sed salada que opera en las gentes que se estremecen con la sola mención de esas tres letras que nombran de una manera tan corta y precisa ese universo paralelo? Porque «océano» ya es otra cosa; interviene una solemnidad, a veces buscada en el decir de un hablante ansioso por causar ese efecto de inmensidad violenta, para darle marco escenográfico a algún recuerdo o a alguna exageración narrativa o a algún proyecto aventurero y así de esta manera particular lo nombra, arrebatado, producto, tal vez, de una exagerada ingesta alcohólica o de forma espontánea, porque sí.
Y si no «el agua». ¡Vamos al agua! Cuando todo estaba listo era, «vamos al agua» y siempre era ir ahí, al mismísimo lugar donde se cocinaba todo lo que teníamos para cocinar en esos días. En el mismo lugar confluían la euforia y el miedo y aparecía, en momentos precisos de calma, esa sensación en el vientre, como de una infinita y efervescente serenidad, que indica que lo vivido se integró al ADN y que se están reparando los daños o desperfectos del cuerpo.
Mi papá me preguntaba en lenguaje directo y a veces soez, qué es lo que hacía yo en el agua si tenía dos piernas que estaban hechas para el desplazamiento terrestre; y sí, era una pregunta fantástica por la que el pobre tipo no pudo escuchar nunca una respuesta satisfactoria.
Hay dos fenómenos más que quiero nombrar, que ocurren cuando se interna uno en las aguas marinas. El primero es el detenimiento del tiempo que opera directamente en esta variable contable, haciéndola trastabillar en su normal funcionamiento y permitiendo que el navegante gane años de vida en razón de la cantidad de jornadas transcurridas sobre las aguas. Eso está escrito vastamente en la historia de la humanidad y de tan charlado ya no merece ninguna demostración científica.
El segundo fenómeno es la atracción cada vez mayor que ejerce el agua salada hacia nuestros fluidos corporales: Dado que estamos compuestos de una proporción elevadísima de agua (mi papá la ubicaba cercana al 97%) todo nuestro ser se siente atraído por esa masa líquida y uno, cuanto más tiempo pasa en el mar, más tiempo quiere pasar en él. Es así de sencillo y así de simple. Nunca pensé en este argumento para responderle a mi padre, hasta hoy.
Es por todo esto que no hay consuelo para las gentes marinas en tierra. El sólo hecho de nombrar el mar demuestra que uno no está en sus aguas y a partir de allí todo es en vano para tratar de emular lo que se vive en ellas. De tal modo, manifiesto la total inutilidad de cualquier representación literaria, pictórica, fotográfica, etc. para calmar esas ansias. Es la penosa visión de una pecera, es la barrera de cristal interpuesta entre uno y esa inmensidad. Y ante la pregunta del lector de por qué estoy escribiendo esto, de ahora en más sepa que es porque me lo pide mi esposa, razón suficiente para escribir gustoso y sin culpas.
Érase de un marinero
que hizo un jardín junto al mar,
y se metió a jardinero.
Estaba el jardín en flor
y el marinero se fue
por esos mares de dios.
Antonio Machado.-
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