Allá por el año 2008, estudiaba en Buenos Aires y extrañaba mucho el mar y por lo tanto lo pintaba…
Son miles los kilómetros que separan la tela de la paleta que uso para mezclar los colores. Mis pinceles atraviesan exactamente 1800 kilómetros entre el momento que absorben el óleo y el instante en que tocan el lienzo. Son pinceles viajeros que recorren llanuras, desiertos, poblados, cielos, asfaltos, rutas, mesetas y casas.
Pinceles viajeros llegan así a algún rincón sureño de mi Comodoro que admiro, que añoro, que recuerdo o que rescato.
Ese ínfimo e íntimo instante, en el que una ola comodorense fluye tranquila hacia la orilla, formando una espuma suave y delicada, entre rosada y amarilla, ese instante, bañado por un sol fuerte de mediodía, se convierte en el instante más eterno, más prolongado, más inabarcable y más interminable. Es el momento en que decido, por algún misterioso motivo, pintar el mar en una tela y exponerlo a otras miradas.
Siempre he pintado esos instantes marinos en la ciudad de Buenos Aires. Entre edificios, bocinas y motores de colectivos. Entre corridas, ascensores, humedades y calores. Con aire acondicionado, ventiladores y teléfonos sonando. Con horarios y quehaceres esperando. Entre trabajo y trabajo, entre reunión y reunión.
Y no he podido hacer otra cosa, en estos ya doce años que llevo viviendo en la capital.
Siempre después de un rato de estar pintando, me espera alguna reunión de trabajo, alguna clase, algún trámite… y siempre después de todo ello, me esperan los pinceles, quietos, eternos y ansiosos por retomar de nuevo el viaje.
Cuando voy a Comodoro, estando cerca del mar, casi no lo pinto. Más bien lo huelo, lo siento, lo contemplo, lo admiro. Me involucro con él en tanto me alegra, me calma, me enoja, me subyuga, me trasciende, me mueve o me inspira. Pero no lo pinto.
Lo pinto recién estando lejos. Como si se hiciera necesaria una distancia para poder volver a mirarlo.
“Mis mares se ven de lejos”. De lejos se ven mejor. O se ven distintos más bien. Son dos miradas diferentes; con la cercanía se ven y se sienten cosas específicas, con la lejanía, se observan otras…
En esa distancia me detengo yo. Suelo decir a la gente, que para mirar mis cuadros, “deben alejarse”. Y me asombro cuando hacen ese juego de acercarse hasta tocar con sus narices la tela y alejarse como si estuvieran haciendo foco fotográfico.
Es raro ese juego. Hay algo de cercanía y de distancia que mis mares proponen.
Quiero dar sensación de realidad, y a la vez me gusta que se vea una pincelada pictórica y marcada.
Me he dado cuenta que no pretendo hacer un hiper-realismo.
Acercarse desde la técnica tanto al mar y lograr un efecto fotográfico sería anular su misterio…
Virginia Nahuelanca Costanzo
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